Cuando tenía 12 años pasé una semana explorando en solitario los bosques de la cordillera de la costa del sur de Chile. Cuando cumplí 13 años alcancé por primera vez la cumbre del Volcán Osorno. Todo con el permiso de mis padres, por cierto. Ellos sabían que aprendería sobre la responsabilidad con uno mismo y con el entorno, que superaría miedos infundados y límites aparentes, que fortalecería mi carácter y que asimilaría con humildad la vida en este planeta.

Pero vivimos en un mundo que está cambiando. Hoy veo con temor cómo la propuesta del alcalde de Quilpué, Mauricio Viñambres, de prohibir a los menores de 14 años salir de sus casas de noche sin la compañía de sus padres comienza a tomar fuerza, apoyado incluso por personajes del otro extremo político como José Antonio Kast.

Los chicos buenos harán caso a la prohibición, pero crecerán con miedos y temores, faltos de experiencias y dependientes de sus padres. Los chicos malos, en cambio, esos que consumen drogas y delinquen en las calles, seguirán haciéndolo igual y, además, ante la falta de los buenos, se fortalecerán. ¿Que clase de niños y futuros adultos queremos formar? ¿Quien debe decidir, el Estado o los papás?


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